martes, 6 de noviembre de 2012

Durante tantos años en que uno recorre circunstancias, me gusta el término circunstancias, se encuentra con gente que de una u otra manera se vincula con esta hermosa profesión que es hacer cine. En ese camino me he cruzado con mucha gente, con algunos he entablado una relación de afecto, con otros un saludo atento y con la mayoría solo nos hemos cruzado tímidamente las miradas. Si de algo me arrepiento es de no haber aprovechado las pocas oportunidades en que coincidimos en el mismo tiempo y lugar con el más grande director de cine de este país, es obvio que estoy hablando de Leonardo Favio. Lo que pasa es que uno piensa que siempre va a haber tiempo para todo, pero la muerte te demuestra que los calendarios o las agendas pueden cancelarse sin aviso previo. Creo que todas las generaciones que empezamos a estudiar desde principios de la democracia hasta la fecha, hemos tenido al cine de Favio como un referente insoslayable, aunque el cine que eligiéramos estuviera cerca o en las antípodas del de él, siempre sería un tipo a respetar a admirar. Favio logró lo que pocos creadores pueden hacer: ser un artista de culto y a su vez popular.  Su primeras películas intimistas, elaboradas con una sofisticación digna de Antonioni o de Bresson lo ponen en el lugar de un cineasta que mira por delante de sus contemporáneos, ya que mientras sus colegas trabajaban ciertas cuestiones formales de la misma manera que Favio, la diferencia estaba en que el gran Leonardo dotaba a esa elegancia formal de un contenido de raigambre popular que solo era posible que surgiera de un tipo con su historia, pensemos si no en los personajes de Crónica de un niño solo o lo de El romance del Aniceto y la Francisca o El dependiente y contrapongámoslo con cualquier personaje o situación de la llamada Generación del 60. Favio lograba ir un paso más allá, podía mirar la realidad con un espejo que reflejaba lo que otros no veían, ese es el don de un verdadero artista. Y ese sentido que había desarrollado le sirvió para pegar un salto hacia un cine popular pero que podía mantener su condición autoral: ahí llegan Juan Moreira y Nazareno Cruz y el Lobo, dos de las películas más vistas en la historia del cine argentino que tienen la estructura de tragedias en donde siempre sabemos el futuro que correrá el protagonista, pero no por eso dejaremos de emocionarnos o disfrutar de esas grandes películas. Y como cierre de su segunda trilogía aparece la que yo creo que es su gran película: Soñar, soñar. Es el film que se acerca mucho a sus primeros trabajos a nivel formal o de su narración, pero lo transforma en masivo y popular a partir de Carlos Monzón y Gianfranco Pagliaro, la escena en que Pagliaro le ata los rulitos a Monzón está entre las escenas antológicas de la historia del cine argentino.
Luego el exilio y la esperada Gatica, que debo reconocer que no es de mis preferidas, pero bueno, seguía siendo Favio al igual que en Sinfonía de un sentimiento o en su nueva versión de El Aniceto. Favio es de los artistas que no daban pasos en falso y que eran a su vez imprevisibles. Pocos como él hay en el mundo y por suerte podemos seguir disfrutando de sus películas que ninguna de ellas ha envejecido en lo más mínimo.